Sentía que no podía respirar. Un nudo le bloqueaba la garganta y sus esfuerzos por tomar aire le eran en vano. Gran parte de su cuerpo permanecía todavía en el útero de su madre y, por primera vez en su corta existencia, sintió miedo.
Su razón de ser se concentraba en aquel instante. Habían sido nueve meses maravillosos y, durante muchos momentos, se sintió la criatura más afortunada del mundo. Semanas atrás había decidido que, llegado el momento, aceptaría su nacimiento con serenidad, como el anciano que espera tranquilo la llegada de la muerte.
Por supuesto, echaría de menos el vientre caliente de mamá y aquellos besos de papá que parecían colarse por el ombligo para llegar directos a su frente. Añoraría el placer del chocolate a media noche y el sonido del agua cayendo suave sobre la tripa.
En la sala de paritorios la tensión crecía por momentos. Habían pasado muchas horas y el parto no avanzaba. La matrona tomó con fuerza la mano de Lucía. Esta vez no le indicó cómo respirar y tampoco pronunció ningún mensaje de ánimo. Simplemente la miró a los ojos y en aquella mirada se advirtió un grito de súplica sincera. Si este último intento fallaba, el bebé nacería, en el mejor de los casos, con graves secuelas.
La sensación de ahogo era cada vez más acusada y notaba todo su cuerpo entumecido. Cientos de pensamientos recorrían su todavía inmaduro sistema nervioso y la templanza que había demostrado durante las últimas horas empezó a resquebrajarse ¿Y si nunca llegaba a ver el rostro de su madre? ¿Sería el timbre de su voz todo lo que habría de conocer de ella? ¿Qué sería de los planes que todo el mundo parecía haber preparado para él? Una enorme sensación de desconsuelo le invadió. Y entonces lloró. Lloró amargamente y a vivo pulmón.